¿Listo para unas vacaciones exóticas en Harran? Dying Light nos propone justo eso, pero olvídate de la playa y los cócteles: aquí te recibirán zombis hambrientos y mucho, mucho parkour. En este análisis te cuento qué tal la experiencia de ser un acróbata mata-zombis en primera persona. Spoiler: vas a correr como nunca (y no precisamente para ponerte en forma). Prepárate para saltar tejados, fabricar armas locas y descubrir por qué este juego se ganó un hueco en el corazón de muchos fanáticos del género.

Mucho cliché y poca sorpresa, pero eh… te mantiene en marcha
Dying Light nos pone en la piel de Kyle Crane, un agente enviado a Harran en medio de la cuarentena zombi, con una misión un tanto turbia (trabaja para una organización que quiere recuperar cierto archivo comprometedor). Al aterrizar –literalmente en paracaídas– las cosas se complican y Crane acaba aliado con un grupo de supervivientes locales, haciéndose pasar por uno de ellos mientras intenta cumplir órdenes.
Sin destripar nada, diré que la trama es bastante típica de apocalipsis zombi. No esperes un guión súper original o giros revolucionarios. Tenemos los clichés habituales: el villano humano despiadado que controla el cotarro (Rais, un tipo con más ego que escrúpulos), la aliada fuerte y valiente que te acompaña (Jade, de las pocas que no te ven como un forastero inútil), el mentor líder del refugio (Brecken), el científico buscando una cura, etc. La narrativa toca los tropos de «la humanidad es tan peligrosa como los zombis», dilemas morales de supervivencia, y la clásica carrera contrarreloj por encontrar antídotos y salvar a quien se pueda. Cumple sin más, es como la ensalada que acompaña a la hamburguesa: está ahí porque tiene que estar, pero lo jugoso es el filete (la jugabilidad).
¿Eso significa que la historia es mala? No exactamente. Es funcional: te da un objetivo para avanzar y un contexto para tus acciones. Hay momentos entretenidos y algún personaje con el que empatizas (por ejemplo, a mí me cayó bien un chaval friki llamado Rahim que te enseña lo básico, aunque es un imprudente; o una señora mayor medio desquiciada que encuentras por ahí). El juego intenta tomarse en serio, con escenas dramáticas, traiciones, sacrificios… pero se ve venir mucho de lejos. Los diálogos son correctos, a veces un pelín cursis, a veces simplemente prácticos. No encontrarás la profundidad emocional de, digamos, The Last of Us, ni un lore súper elaborado estilo Resident Evil. Dying Light apuesta por la acción ante todo, y la historia es más bien la escusa para enviarte a sitios a realizar misiones. De hecho, muchas misiones principales se reducen a «ve aquí, consigue esto, vuelve» con variaciones. Esto hace que el argumento se sienta secundario; entretenido a ratos, pero claramente no es la estrella del juego.
Los personajes, sin spoilers, son arquetipos: Crane es el típico héroe reacio convertido en salvador (un poco «hombre blanco salvador» en tierra extraña, todo sea dicho); Rais es el malo malísimo con monólogos de villano; Jade es la guerrera intrépida con corazón; etc. Hacen su papel, pero pocos destacan realmente. Quizá el antagonista se lleva la mejor parte por carisma de psycho y por hacerte odiarlo, que al final es su trabajo. El protagonista en sí es un vehículo: no tiene una personalidad súper marcada más allá de “quiero hacer lo correcto”, pero al menos no es mudo y sus comentarios ayudan a meterte en situación.
La historia de Dying Light no es su punto fuerte. No te va a enganchar solo por saber «qué pasará con Crane» porque más o menos te lo imaginas. Es un acompañamiento correcto para el resto de elementos. Si eres el tipo de jugador que necesita una narrativa profunda para disfrutar, puede que aquí te quedes con ganas. Pero si lo tuyo es la jugabilidad y el contexto te basta con que sea decente, entonces no tendrás problema. Piensa en la historia como un episodio extendido de The Walking Dead: cumple con los tópicos, entretiene lo justo, y te da una excusa para hacer el cabra saltando entre zombis. Sin más, pero sin menos.


La ciudad es tu enemiga, tu aliada y tu gimnasio personal: sobrevivir en Harran no es fácil
Harran, la ciudad ficticia donde transcurre Dying Light, es prácticamente un personaje más del juego. Imagina una mezcla entre ciudad de Oriente Medio y favelas brasileñas, con rascacielos a medio construir, calles estrechas llenas de escombros y azoteas oxidadas por donde escapar. Uno de los puntos fuertes es cómo el juego te sumerge en su atmósfera. Al ser en primera persona, vives todo de cerca. Además, Harran tiene verticalidad: no solo caminas por calles; las azoteas, balcones y puentes son tu autopista personal. Esta tridimensionalidad hace que la ciudad se sienta viva y explorable en 360 grados, invitándote a probar caminos creativos (¿quizá saltar de un bus a un poste y luego a una ventana? ¡adelante!). La sensación de inmersión es genial, aunque a veces mirar abajo y ver la horda reunida puede dar vértigo.
Mención aparte merece el ciclo de día y noche, integrado de forma brillante en la ambientación. Los atardeceres tiñen el cielo de naranja y casi te olvidas de los peligros… casi. Porque cuando el sol se pone, Harran se transforma por completo (más adelante hablo del terror nocturno). En conjunto, la ambientación de Dying Light logra ser opresiva y atractiva a la vez: un sitio en el que no querrías estar en la vida real, pero en el juego no puedes dejar de explorar.
Parkour del bueno, combate que engancha y crafteo que da gustito
La jugabilidad de Dying Light es su plato fuerte, combinando parkour fluido, combate cuerpo a cuerpo visceral y un sistema de crafteo que saca tu ingeniero interior. Todo esto aderezado con progresión de personaje tipo RPG.
Moverse por Harran es una delicia. Siguiendo la estela de Mirror’s Edge, aquí puedes correr, saltar vallas, encaramarte a salientes, trepar muros y hasta saltar sobre las cabezas de los zombis para impulsarte. Al principio quizá falles algún salto (y termines en un contenedor de basura rodeado de “fans” podridos), pero pronto le agarras el truco. La fluidez del parkour es notable: con práctica encadenarás saltos y escaladas casi sin pensar. Correr por los tejados mientras el viento silba y los muertos gruñen abajo es puro placer digital. Además, si eres de exploración tranquila, el juego también te deja tomártelo con calma y registrar cada esquina en busca de botín, sabiendo que siempre puedes huir hacia las alturas si las cosas se ponen feas.
Dying Light retoma el estilo de pelea melé de Dead Island (no en vano comparten desarrolladora), pero lo pule bastante. Aquí no hay espadas láser ni rifles futuristas; la mayoría de armas son palos, tubos, machetes, martillos… lo que encuentres, modificado a lo loco. ¿Un machete eléctrico que electrocuta al zombi y luego lo prende fuego? Existe. ¿Un bate con clavos y veneno que suelta toxinas? También. El sistema de combate es satisfactorio y brutal: cada golpe tiene peso, ves miembros volar, cabezas explotar de un mazazo… Eso sí, no es un hack & slash de apretar botones a lo loco: aquí la resistencia cuenta (no puedes dar 50 mandobles seguidos sin cansarte al inicio) y hay que elegir las batallas. Enfrentarse a más de 4 o 5 infectados a la vez cuerpo a cuerpo es receta para el desastre – al menos hasta que mejores habilidades y equipo. Por suerte, siempre puedes huir en el momento oportuno o usar el entorno (p. ej., patear un zombi contra unos pinchos, o hacerlos pasar sobre un charco electrificado). También tienes movimientos especiales muy molones al desbloquearlos: la patada voladora (dropkick) se lleva el premio, nada como mandar a un muerto viviente a volar de una patada en el pecho. El combate se siente tenso al principio (cuando vas con un palo medio roto y tiemblas de miedo) y empoderante después, cuando ya eres un machacador con arsenal creativo.
Aunque el enfoque es melé, sí hay pistolas, escopetas y rifles. No aparecen hasta más adelante y la munición es limitada. Útiles contra bandidos armados o para eliminar rápido un zombi pesado, pero disparar hace ruido… y en este juego ruido = atraer infectados rápidos. Si pegas un tiro, prepárate: en segundos oirás a los “virales” gritar y vendrán corriendo. Así que las armas de fuego son la opción nuclear: efectivas pero con consecuencias. Este equilibrio las mantiene especiales para emergencias, lo cual está bien pensado.
A lo largo de la ciudad recolectas de todo: tuberías, alcohol, telas, pilas, productos químicos, etc. Con esos materiales fabricas tus inventos: kits de primeros auxilios, cócteles molotov, bombas caseras, y por supuesto modificaciones para armas. El sistema de crafteo es sencillo de usar y adictivo; constantemente revisas qué puedes crear nuevo. ¿Que encuentras una katana vieja? Pues la mejoras con un mod de electricidad y veneno y voilà, ya tienes la “Electrocuta-zombis 3000”. Las combinaciones a veces rozan lo ridículo (en el buen sentido) – literalmente puedes pegar cosas con cinta adhesiva y tornillos para armar un instrumento de destrucción poco ortodoxo. Es muy satisfactorio improvisar armas letales con basura reciclada. Además, las armas se deterioran con el uso, así que tocará repararlas o reemplazarlas; esto te obliga a probar cosas nuevas constantemente. Quizá un día llevas un machete ígneo y al siguiente un martillo eléctrico. ¡Variedad ante todo! Y no olvidemos el loot: hay montones de cofres, cajones y coches para abrir (a lo Skyrim, con minijuego de ganzúa incluido) donde encuentras desde dinero hasta piezas raras. La búsqueda de botín te mantiene ocupado y añade ese componente de “una cajita más y lo dejo”.
Al principio, Kyle Crane (tu protagonista) es algo torpe y frágil. No corre eternamente, se cansa al trepar mucho y los zombis lo hacen puré en dos golpes si no andas listo. Pero Dying Light premia el esfuerzo: tiene tres árboles de habilidades (Supervivencia, Agilidad y Potencia) que subes realizando acciones relacionadas. Es decir, corres, saltas = subes Agilidad, peleas = subes Potencia, completas misiones/ayudas = subes Supervivencia. Esta progresión se nota muchísimo: cada nivel suelen darte una habilidad nueva o mejora tangible. Un punto en Agilidad puede darte movimientos como rodar al caer, correr por la pared unos pasos o usar el gancho (sí, hay un gancho estilo Batman que consigues más adelante, y cambia el juego por completo). En Poder desbloqueas ataques más fuertes, romper cabezas pisándolas, lanzarle armas a los enemigos, etc. En Supervivencia obtienes cosas como más vida, nuevas recetas de crafteo, más espacio en el inventario, etc. Esta evolución constante logra que nunca te estanques; siempre hay algo nuevo que probar. Y se siente orgánico: conforme Harran se vuelve menos peligrosa para ti, es porque tú te has convertido en un badass escalador de primera. El diseño del progreso está muy bien calibrado, evitando darte todas las mejores habilidades al final; aquí las vas obteniendo a buen ritmo, de forma que aprendes a usarlas y el juego se vuelve más divertido cuanto más avanzas. Pasar de ser la presa asustada a ser casi el cazador es parte del encanto.
Al combinar todos estos sistemas, la jugabilidad de Dying Light brilla por lo fluida y variada. ¿Frustraciones? Alguna puntual: es verdad que al inicio eres muy débil y si te confías morirás bastante (tip: no te creas Rambo en la primera hora, huir es válido). Esto puede frustrar a jugadores impacientes, pero es parte de la curva de supervivencia – pronto mejoras y esas muertes iniciales se vuelven anécdotas. El parkour en contadas ocasiones puede fallar (un salto mal calculado y Kyle no se agarra donde debía), pero son momentos esporádicos y normalmente reconocerás que fue error tuyo por apurar demasiado. En general, todo responde de forma ágil y consistente, así que las mecánicas divierten más que frustrar.
De día lo disfrutas, de noche lo sufres (y te encanta igual)
Si hay algo que hace especial a Dying Light es su ciclo día/noche y cómo afecta a la jugabilidad. Es literalmente como tener dos juegos distintos en el mismo mapa.
Durante el día, Harran es peligrosa pero manejable. Con luz solar, la mayoría de zombis son lentorros y torpes. Te ves explorando con relativa confianza, realizando misiones a plena luz, saqueando edificios… Eres, en general, el cazador. Puedes planear tus rutas de tejado en tejado tranquilamente, y si caes al suelo, bueno, corres un poco o repartes un par de palos y sigues tu camino. La tensión existe (sobre todo si haces ruido y vienen virales), pero es una acción más controlable. Te sientes el protagonista intrépido de una peli de acción zombie. Incluso puedes aprovechar para hacer el cabra: cazar infectados despistados, probar nuevas armas sin tanto riesgo, o rescatar supervivientes que encuentras (hay eventos dinámicos donde gente te pide ayuda contra unos mordedores). El ambiente diurno tiene hasta momentos de respiro: subes a un punto alto, ves el panorama con la luz del sol, y casi que te relajas… casi.
Es durante la noche cuando Dying Light muestra su faceta más survival horror. En cuanto el sol se oculta, recibes una advertencia de que queda poco tiempo de luz. Los NPCs insisten: “¡Busca refugio!” como si fuera un cuento infantil de terror. Y vaya que tienen razón. De noche, los zombis estándar se vuelven más agresivos y rápidos, y aparecen los volátiles, esas bestias cazadoras letales. La ciudad que antes explorabas libremente ahora te aprieta: de verdad sientes miedo de moverte. La oscuridad limita tu visión (llevas tu linterna, sí, pero también delata tu posición si no la cubres). El juego cambia a un tono de stealth y tensión constantes. Te encuentras agachado tras un muro, mirando el radar donde aparecen conos de visión rojos moviéndose (los volátiles patrullando). Escuchas sus gruñidos cercanos y piensas: «trágame tierra«. Avanzas lentamente de sombra en sombra, o aprovechas cada ruidito ambiental para correr unos metros y volver a esconderte. La adrenalina se dispara.
Si por desgracia (o por valentía loca) te descubren, comienza una persecución frenética. En ese momento el tranquilo Dying Light de hace unos minutos se convierte en Outlast parkour edition: corres sin mirar atrás, saltando vallas, subiendo escaleras a trompicones, escuchando los gritos horribles detrás y la música embravecida. La primera vez que me persiguió un volátil, confieso que pegué un grito y corrí en zigzag hasta meterme de un salto en el refugio seguro más cercano, con el corazón a mil por hora. ¡Es genialmente terrorífico!
La inmersión nocturna está lograda de diez: la música se vuelve inquietante, una sirena suena a lo lejos, la luna proyecta sombras temblorosas… realmente te sientes en territorio hostil. Pocas veces en juegos de mundo abierto la noche cambia tanto la jugabilidad. Aquí de día puedes ser predator y de noche pasas a presa. Es como si el juego tuviera doble personalidad, y ambas están muy bien ejecutadas. Dying Light se vive de día, pero se sufre/disfruta de noche, y eso lo hace único.


Ni tan roto ni tan fino: Dying Light sigue cojeando a nivel técnico
Aunque Dying Light no es precisamente un juego nuevo, no está tan bien optimizado como debería. Sí, se ve bien, tiene buenos efectos de luz, sombras interesantes y una ciudad cargada de detalle, pero el problema está en cómo el motor sigue siendo exigente sin justificación clara. La distancia de dibujado y las sombras son auténticos devoradores de FPS, y ni ajustando opciones escapas del todo a los bajones aleatorios. Algunas zonas se sienten perfectamente fluidas, pero otras hacen que la GPU trabaje de más para renderizar cuatro edificios y dos zombis en la lejanía.
Además, aunque el juego funciona, no está libre de bugs y glitches más molestos de lo que la nostalgia quiere aceptar: Zombis atravesando paredes o puertas como si fueran espectros del más allá (más común de lo que debería) u objetos del escenario con colisiones rotas o físicas que se comportan como si hubieran desayunado champiñones raros. Y si bien es cierto que Techland lanzó parches y mejoras con los años, el núcleo técnico nunca terminó de quedar fino del todo, sobre todo en PC.
¿Es injugable? Para nada. ¿Está pulido al 100%? Tampoco. Es disfrutable, pero con la expectativa bien aterrizada: vas a tener momentos donde el motor se ahoga sin motivo, y otros donde todo va como la seda.
No es la banda sonora del año, pero vaya si sabe cuándo ponerte los pelos de punta
Aunque muchas veces se habla menos del sonido, en Dying Light es un elemento clave para la inmersión y la tensión.
El juego hace un gran trabajo haciéndote escuchar el peligro. Cuando caminas por las calles desiertas, oyes el viento, el crujido de chatarra arrastrada, algún grito lejano… Te pone los pelos de punta sin que haya nada enfrente. La direccionalidad del sonido está lograda: con audífonos, podrás identificar de dónde viene ese gruñido gutural. Los zombis emiten sonidos diferentes según su tipo: los estándar gimen y deambulan con lamentos constantes; los virales lanzan alaridos rabiosos; los volátiles sueltan unos rugidos agudos que literalmente te aceleran el pulso. El sonido de un volátil detectándote es inconfundible y pavoroso, como un screech de bestia demoníaca, que junto a la música de persecución logra que entres en pánico sano.
Cada arma tiene su punch. Los golpes de un tubo metálico suenan con ese CLANG hueco al chocar y la pistola suena estridente en la noche silenciosa, haciendo que hasta tú te asustes de lo fuerte que fue el tiro. Incluso hay detalles como el beep del detector de proximidad cuando te acercas a ciertos objetos de misión, o el paff de tu linterna UV cuando la enciendes para espantar un volátil. Todo está bien medido para dar feedback: sabes que le diste a un enemigo por el sonido del impacto, sabes que rompiste tu arma porque hace un sonido de “crack” y se ve la pieza inservible. En definitiva, los efectos sonoros cumplen tanto en inmersión como en utilidad jugable.
La música de Dying Light corre a cargo de Paweł Błaszczak (compositor también de The Witcher en el pasado) y tiene un estilo electrónico con sintetizadores muy inspirado en películas de terror ochenteras. En muchos momentos la música es ambiental, casi imperceptible, solo para realzar la tensión (notas tenues cuando exploras un edificio oscuro, por ejemplo). Pero hay piezas reconocibles: el tema principal del juego, que suena en los menús y en momentos clave, tiene un leitmotiv melancólico mezclado con ese sintetizador ochentero que le da identidad al juego. Durante las persecuciones nocturnas, la música cambia a un ritmo trepidante, con beats electrónicos acelerados que sumados a tus propios latidos… imagínate. Te impulsa a huir más rápido. En los momentos de calma en refugios, suena música suave, a veces guitarra acústica ligera, que contrasta y casi te hace sentir a salvo (ojo, casi). Cuando merodeas por la ciudad de día, hay temas de fondo discretos que acentúan esa sensación de “soledad post-apocalíptica”.
Uno de los aciertos es que la música sabe cuándo entrar y cuándo callar. No es intrusiva. Puedes estar en silencio total (solo ambiente sonoro) y de pronto, al entrar a cierta zona, una melodía triste te indica que ahí pasó algo trágico; o una percusión intensa te avisa de peligro inminente. Es casi como un narrador invisible. No es la banda sonora más recordada de la historia de los videojuegos, pero en contexto funciona de maravilla y realza la atmósfera.
Zombis rurales, buggies locos y una secta rara: así se vive The Following
Techland, la desarrolladora, no se quedó de brazos cruzados tras el lanzamiento. Dying Light recibió contenido extra a raudales, tanto gratuito como de pago. La joya de la corona es la expansión The Following.
The Following es LA expansión por excelencia del juego, incluida en la Enhanced Edition. Expande la historia tras los sucesos del juego base (no diré nada del argumento, tranquilo) y cambia de aires en muchos sentidos. En The Following sales de la ciudad para adentrarte en “El Campo”, una zona rural en las afueras de Harran. Aquí el mapa es más amplio y abierto, con aldeas, granjas, campos y caminos de tierra. El cambio de escenario se agradece un montón; después de decenas de horas entre cemento y azoteas, estar al aire libre entre colinas y campos de maíz es casi un respiro… bueno, hasta que ves que esos campos también están llenitos de infectados.
La gran incorporación jugable de The Following es un buggy (vehículo tipo buggy/bugón). ¡Sí, ahora puedes conducir! Y no un coche cualquiera, sino un buggy personalizable con el que recorrer la campiña atropellando zombis como si fuera un deporte. El buggy tiene su propio árbol de mejoras: le puedes tunear la velocidad, blindaje, ponerle púas para hacer puré a los enemigos, incluso instalarle una especie de jaula eléctrica o lanzar minas. Es súper divertido de manejar y cambia la dinámica: como el mapa rural es grande, el vehículo se vuelve necesario para moverse rápido de un punto a otro (olvídate de cruzar todo el campo a pie, tardarías la vida). Las físicas del buggy están bien logradas; derrapar sobre lodo aplastando podridos no envejece, créeme. Además, ojo, que el buggy también se daña y gasta gasolina, así que toca buscar combustible y reparar piezas (nueva cosilla de supervivencia que le añade gracia).
En cuanto a contenido, The Following es enorme. Ofrece una nueva campaña con su propia historia y personajes. Sin spoilers: hay una secta misteriosa involucrada y rumores de una posible cura milagrosa, lo que pica la curiosidad de Crane para investigar. La narrativa aquí personalmente me pareció más interesante que la del juego base, quizás por el halo de misterio. Hay misiones secundarias nuevas, secretos escondidos (nuevos huevos de pascua muy chulos, alguno homenaje a otra saga), nuevas armas (la ballesta, por ejemplo, que se vuelve tu mejor amiga para matar sigilosamente a distancia), y nuevos enemigos (algunos variantes más resistentes que te pondrán a prueba en el campo abierto).
La duración de The Following es notable: fácilmente 10-15 horas de juego extra si haces varias secundarias. Además tiene finales múltiples, dependiendo de ciertas decisiones, lo cual le da un toquecillo RPG interesante al desenlace. Sin duda, si te gustó Dying Light, The Following vale muchísimo la pena: se siente casi como un Dying Light 1.5, refinando ideas y atreviéndose a cosas nuevas (como lo de conducir). Y ese final… bueno, no diré nada, pero a más de uno dejó con la boca abierta y dividido, lo cual siempre es divertido para discutir teorías.


Conclusión final sobre Dying Light
Dying Light es un cóctel explosivo de parkour, zombis y mundo abierto que, aún años después de su lanzamiento, sigue tan fresco como un infectado recién convertido (bueno, tal vez esa no sea la mejor analogía de frescura, pero ya me entiendes). Es un juego que supo combinar ideas ya conocidas (supervivencia zombi, fabricación de armas) con elementos innovadores en el género (movilidad parkour, ciclo día/noche realmente influyente), dando como resultado una experiencia única y adictiva. ¿Lo recomendaría? Rotundamente sí, salvo que odies los juegos de zombis o la primera persona te maree mucho. Dying Light destaca por su jugabilidad emergente y momentos memorables. No es perfecto, claro: la historia es del montón, algunas misiones se repiten en esquema, y eventualmente eso de saquear chatarra para hacer tu vigésimo cóctel molotov puede cansar un poco. Pero cada vez que el desgaste asoma, el juego te sorprende con algo.

