Oceanhorn: Monster of Uncharted Seas es un juego de acción-aventura desarrollado por Cornfox & Bros, un pequeño estudio finlandés que se sacó de la manga este título allá por 2013 para iOS, y luego fue colonizando PC y consolas. Te metes en la piel de un joven sin nombre que debe explorar islas, resolver mazmorras, conseguir cachivaches mágicos y enfrentarse al monstruo Oceanhorn, que amenaza su mundo. Básicamente: vas de isla en isla, espada en mano, buscando a tu padre desaparecido y, ya de paso, salvando el mundo.
Lo relevante de Oceanhorn es que fue, en su día, uno de los primeros juegos en móviles que intentó trasladar la experiencia Zelda a pantallas táctiles, con cierto mimo y sin caer en el cutrismo habitual del “clon para móviles”. Visualmente, pegó fuerte porque se parecía muchísimo a Wind Waker, pero sin ser de Nintendo. Además, el bombazo inicial fue tal que luego acabó en casi todas las plataformas, incluyendo Switch, PS4 y Xbox One. Vamos, que es un indie que ha conseguido una repercusión bestial para lo que costó.
Oceanhorn es el “hijo bastardo” de The Legend of Zelda: Wind Waker y A Link to the Past. Todo, absolutamente TODO, grita Zelda: la cámara cenital, los corazones de vida, los puzzles en mazmorras, la estética cartoon, el sistema de objetos, la estructura de aventura y exploración, la banda sonora épica… incluso el hecho de ir de isla en isla navegando. No es un “inspirado en”, es directamente un “quiero ser Zelda, pero Nintendo no me deja sacar el mío en móviles”. Es una copia sin complejos de Zelda. ¿Es eso malo? No necesariamente, si copias bien. Pero tampoco te lo venden como homenaje descarado, sino como “una aventura propia con mucha inspiración”. El problema es que cuando se compara, siempre sale perdiendo. Es una carta de amor a Zelda, sí, pero una carta escrita con plantilla y muy poquito riesgo. Eso sí, si nunca has jugado un Zelda clásico, puede que hasta te sorprenda.

Oceanhorn quiere ser Zelda y le sale bonito pero sin magia
Visualmente, Oceanhorn es ese colega que va a la fiesta disfrazado de Link y al principio te hace gracia, pero cuando miras de cerca ves que solo se ha puesto lo básico y no se ha currado ni un detalle propio. El juego entra bien por los ojos, sobre todo si vienes de jugar en móvil donde la competencia es bastante floja, pero si esperas sorpresas o algún momento de quedarte embobado… olvídalo.
El apartado gráfico tira de cartoon con colores vivos, modelados sencillos y escenarios limpios, claramente inspirados (o mejor dicho, calcados) del Wind Waker. Sí, la iluminación y el agua tienen su puntito, pero nunca llega a dejarte flipando. Aquí nadie se va a parar a hacer capturas por lo espectacular que se vea una isla o un templo. Todo es correcto y agradable, pero de ahí no pasa.
El diseño de escenarios y personajes es funcional pero olvidable. Las islas son genéricas, los templos parecen plantillas, y los personajes no tienen ni carisma ni originalidad. Todo suena a déjà vu. El protagonista ni siquiera tiene nombre y los NPC parecen hechos en un editor básico, sin personalidad. Los enemigos igual, los ves, los derrotas y ni te acuerdas de su cara. Le falta ese toque que haga el mundo único o memorable.
Las animaciones cumplen, pero son tan básicas como todo lo demás. El personaje se mueve, golpea y rueda de forma algo rígida, sin la fluidez ni el encanto que esperas de un juego que apunta tan alto visualmente. Lo mejor conseguido, y es justo reconocerlo, son los efectos del agua y la luz, pero el resto es plano y repetitivo. Hay varias islas, sí, pero en cuanto llevas un par ya tienes la sensación de estar viendo lo mismo una y otra vez. Nada de cambios de clima, ni sorpresas visuales, ni detalles que den vida extra al mundo.
Oceanhorn entra por los ojos y disimula bien sus carencias al principio, pero a poco que juegues te das cuenta de que le falta chispa, alma y ese toque de originalidad que separa lo bonito de lo especial. Cumple, sí, pero nunca enamora.
Oceanhorn es una excusa barata con cero sorpresas y menos alma que un NPC random
Si esperas una aventura épica, con lore trabajado y personajes que te dejen huella, ya puedes ir bajando las expectativas porque la historia de Oceanhorn es poco más que una excusa para pegarle a todo lo que se mueve y copiar la fórmula Zelda sin complejos. El juego te suelta en un mundo donde el “malvado monstruo Oceanhorn” amenaza la paz y tu héroe sin nombre tiene que buscar a su padre desaparecido mientras de paso salva el mundo. Suena a déjà vu, ¿no? No es que se inspire en Zelda, es que fusila directamente la típica estructura de “joven elegido se embarca en viaje para derrotar al mal supremo”, pero quitándole toda la gracia y el misterio.
El universo, aunque tiene islas, templos y algún texto que pretende dar contexto, no transmite ni una décima parte del carisma que tiene Hyrule en cualquiera de sus versiones. Los personajes secundarios apenas existen, la mayoría son NPCs de relleno que te sueltan cuatro frases y desaparecen para siempre. No hay ninguna interacción memorable, ningún personaje con personalidad, ni momentos emotivos que te enganchen a la historia. Todo es funcional, rápido y olvidable, como si los desarrolladores hubieran hecho una lista de “cosas que tiene que tener una aventura tipo Zelda” y la fueran marcando sin preocuparse por dotarlo de alma.
En cuanto a la trama, cero sorpresas. Es una sucesión de misiones del tipo “ve aquí, haz esto, recoge aquello, repite”. No hay giros argumentales, ni revelaciones interesantes. Todo lo que ocurre te lo ves venir desde el minuto uno. El juego se toma demasiado en serio para lo poco que aporta y nunca consigue implicarte realmente en lo que pasa. No hay ni siquiera momentos de humor, ni escenas impactantes, ni nada que te motive a seguir más allá del “a ver si la siguiente isla me sorprende con algo”, cosa que, spoiler, rara vez ocurre.


Aventura en piloto automático y combates de usar y tirar
En la jugabilidad es donde Oceanhorn deja claro que prefiere no arriesgar nada. Al principio te vende la ilusión de un mundo abierto lleno de islas por explorar, pero enseguida te das cuenta de que todo va por pasillo. Navegar entre islas parece algo épico, pero las rutas son fijas y el barco se controla menos que un tren de feria. La exploración es mínima y casi todo lo realmente importante está puesto delante de tus narices. Hay cofres escondidos y algún que otro secreto, sí, pero todo es tan superficial que nunca tienes esa sensación de “lo he descubierto yo” que hace tan grande a otros juegos del género. Aquí el mundo no te invita a perderte, sino a seguir el itinerario marcado.
El combate tampoco mejora la cosa. Es el típico sistema de golpear y rodar, sin combos, sin variedad y con enemigos que parecen estar ahí solo para rellenar. Cero profundidad y nula sensación de progreso; lo mismo da enfrentarse a un enemigo del principio que a uno del final, porque rara vez suponen un reto real. Los jefes intentan aportar algo de emoción, pero sus patrones son tan básicos y predecibles que, en cuanto les pillas el truco, todo se vuelve rutina. Hay momentos en los que el juego podría sorprenderte, pero siempre opta por el camino fácil y, sinceramente, eso le resta muchísima gracia.
En cuanto a los puzles, más de lo mismo. Están ahí porque “toca”, no porque aporten algo realmente creativo o sorprendente. Son puzles de manual, los típicos de empujar cajas, activar interruptores y poco más. Alguno te puede tener un par de minutos entretenido, pero nunca llega ese momento de satisfacción al resolver algo complicado. Todo suena a plantilla y a cumplir expediente, más que a reto genuino.
El control y la interfaz cumplen, sobre todo teniendo en cuenta que nació en móvil, pero tampoco destacan. En sesiones largas el control táctil puede resultar incómodo, y aunque en consola y PC la cosa mejora, sigue siendo un sistema funcional, sin más. A veces los movimientos son algo torpes, y hay situaciones donde se nota que el control no está afinado del todo, sobre todo cuando hay que reaccionar rápido o interactuar con precisión.
La jugabilidad de Oceanhorn es una aventura demasiado guiada y superficial. Promete mucho en la primera hora, pero acaba siendo un paseo sin sorpresa, con combates de usar y tirar, puzles de manual y un control que cumple sin destacar. Si buscas una aventura con libertad, reto y momentos memorables, aquí vas a encontrar más un simulador de checklist que un viaje épico.
Estable y optimizado pero sin virguerías, ni excusas
Si hay algo que se le puede reconocer a Oceanhorn es que técnicamente está bastante pulido. El juego funciona sorprendentemente bien en casi todas las plataformas, desde móviles hasta consolas y PC, y eso, siendo un indie multiplataforma, ya tiene mérito. No es que saque músculo gráfico ni mucho menos, pero su motor simple y el acabado cartoon ayudan a que no haya caídas de frames ni tirones ni siquiera en dispositivos modestos. En móviles corre fluido y, salvo algún control algo torpe aquí y allá, la experiencia es sólida y rara vez frustrante. En PC y consolas la historia es más de lo mismo: carga rápido, no da problemas serios y todo se siente estable.
En cuanto a bugs, la verdad es que el juego es bastante limpio. No hay errores graves, ni crasheos, ni glitches memorables que arruinen la partida. Los pocos fallos que puedes encontrar suelen ser menores y casi siempre relacionados con alguna interacción tonta o alguna colisión rara, pero nunca nada que te obligue a reiniciar o que te saque de la experiencia. También hay que decir que, al no ser un juego especialmente ambicioso en lo técnico, tampoco se la juega: es estable porque no intenta nada demasiado complicado.
Sobre diferencias entre versiones, no hay ninguna especialmente problemática. La versión móvil es la que más sufre en cuanto a control, porque al final tocar la pantalla nunca será tan preciso como un mando o teclado, pero no es un drama. En consolas y PC la adaptación es buena y cumple sin destacar, igual que el resto del juego.
Oceanhorn es un juego estable, bien optimizado y que apenas da problemas técnicos. No sorprende ni se luce, pero al menos cumple y te deja jugar sin disgustos. Un aprobado sólido en lo técnico, aunque tampoco hay nada que te haga levantar la ceja.


Uematsu pone la firma pero ni con esas salva el bostezo sonoro
En el apartado sonoro, Oceanhorn intentó marcarse un tanto fichando a Nobuo Uematsu, el mítico compositor de Final Fantasy, y a Kenji Ito, otro grande del RPG japonés. Suena impresionante sobre el papel, ¿verdad? Pues la realidad es bastante menos épica. Sí, la banda sonora tiene algún tema bonito y bien orquestado, pero en general es tan discreta y poco memorable que, si no supieras que hay talento de peso detrás, pensarías que han tirado de librería gratuita como cualquier indie random.
Las melodías cumplen con lo que se espera: música aventurera, relajada y un par de temas más “épicos” en momentos clave, pero no hay ninguna pieza que se te quede grabada o que asocies con una isla, un personaje o una situación concreta. Es un acompañamiento de fondo correcto, pero no llega ni de lejos al nivel de ambientación ni a la magia que sí consiguen los juegos a los que quiere parecerse. Uematsu aquí parece estar en piloto automático y lo que podría haber sido un puntazo, se queda en anécdota.
En cuanto a los efectos de sonido, más de lo mismo. Son funcionales y acompañan sin molestar, pero no tienen personalidad ni aportan nada especial al juego. Espadazos, golpes, sonidos de objetos… todo correcto pero genérico, sin ningún detalle que haga el mundo más creíble o vivo. No hay variedad ni sorpresas, y a la larga todo suena repetitivo.
Progresión de manual y duración a base de relleno
La progresión en Oceanhorn es de las que te hacen preguntarte si estás avanzando porque el juego te engancha o simplemente porque ya has empezado y quieres ver el final. El ritmo, aunque correcto en las primeras horas, empieza a flojear enseguida: a medida que avanzas, la sensación de estar haciendo lo mismo una y otra vez se va haciendo más y más evidente. Mazmorras, islas, jefes y puzles se suceden de forma bastante predecible, y no hay casi ningún momento que te haga pensar “qué ganas de ver qué viene después”. Todo sigue una estructura tan marcada y poco inspirada que, si has jugado a cualquier Zelda, puedes adivinar lo que viene en cada tramo.
En cuanto a la duración, el juego no es ni largo ni corto: dura lo justo para que no se vuelva insoportable, pero tampoco lo suficientemente corto como para no cansar. Al final se siente más largo de lo que debería porque la mayoría de islas y desafíos acaban siendo puro trámite, sin sorpresas ni variedad real. Hay bastantes zonas “de relleno”, pensadas solo para estirar la aventura artificialmente, con recompensas poco emocionantes y exploración que rara vez te premia con algo que merezca la pena.
La exploración, que debería ser uno de los puntos fuertes en un juego de este estilo, es la mayor víctima de este diseño. Hay rincones y cofres ocultos, sí, pero la mayoría están puestos por obligación más que por inspiración. Todo el mundo acaba encontrando lo mismo porque el diseño no da margen a la creatividad ni invita a desviarte del camino principal. No hay esa sensación de descubrir un gran secreto o una zona misteriosa; aquí la exploración es más “cumple checklist” que aventura de verdad.
Conclusión final sobre Oceanhorn: Monster of Uncharted Seas
Oceanhorn es el típico juego que te engancha durante la primera hora solo por lo bonito y lo familiar que se siente. Tiene ese aire de aventura simpática y accesible que apetece probar, sobre todo si buscas algo ligero o si nunca has tocado un Zelda clásico. Engancha precisamente porque sabe imitar muy bien la superficie: gráficos agradables, mundo colorido, música resultona y una estructura de juego que, de entrada, promete exploración y aventura. Además, lo técnico no es problema: funciona bien en todas partes, y no te va a desesperar por bugs ni caídas de rendimiento. Pero más allá del primer impacto, todo empieza a desinflarse. Decepciona por su absoluta falta de carisma y profundidad. El mundo es bonito pero vacío, la historia es una excusa reciclada, los combates y los puzles son puro trámite y la sensación de estar en una aventura épica desaparece rápido. El juego no arriesga nada, no tiene alma propia y todo lo que hace, lo hace con el piloto automático puesto. No hay momentos memorables, ni retos, ni sorpresas; solo la satisfacción de ir tachando la lista de “cosas de un Zelda” sin llegar nunca a la magia de los originales.